Autoretrato: RODRIGO CORREA PALACIO

AUTO-RETRATO
Un miércoles a las cinco de la mañana, des­perté a la pobre de mi madre, para ponerla en el trabajito de traerme a este mundo. Quien pri­mero me dio la mano, fue mi posterior y gran amigo el científico Dr. Alonso Restrepo Moreno, una de las glorias de la medicina que en ésta Antioquia han sido. De aquellos primeros días balbucientes y “gatiadores” nada recuerdo. Cuando la luz iba entrando a mi mente, recuer­do estar tapado con blanca sábana, sentado en una dura silleta y transportado por el mono Na­ranjo, por la bajada de Santa Ana hasta la po­blación de Aguadas. Mi padre, cantor él, muy bueno “buenísimo” según todos, iba en busca de mejores horizontes, que limitaban por un lado con siete estaciones (viacrucis) y por el otro con otras siete.
Al fondo el Altar y el si­tio donde él estaba, un melodio de pedal y una sonrisa negri-blanca del teclado que le invita­ba a su caricia musical. Fue mi primer viaje. En la capital caldense demoramos unos cuantos años y luego el retorno a mi lar nativo, caballe­ro ya en manso “reque” que a paso cansino y tardo me soportó la trocha. Luego el kinder (nombre raro en esa fecha) donde la dulzura de una maestra, de esas viejecitas lindas como de porcelana, Minita Ochoa, comenzó a llevarme de su paciencia por entre las letras y los lápi­ces. Cualquier día, ya sabía leer y escribir. A ella consagro éste recuerdo. Del nombre trabajoso, pasé a la escuela pública.
Ç
No se me es­capan nombres magistrales como Diego Jaramillo Restrepo, Antonio Cadavid Uribe, Rubén Ja­ramillo Arango, Manuel Adán Gómez. Estos va­lientes que soportaron el peso de tanto mucha­rejo, necios como marranos en la cocina. Pero su paciencia era franciscana. Como lo eran sus trajes, gracias al sueldo que ganaban y la ra­pidez de un gobierno más lento que la sacada de una muela. Recuerdo que la escuela gozaba del servicio “cancerbero” de un policía que lla­mábamos “gallito”.
Todos los días recorría en las primeras horas de la mañana y de la tarde las aulas de la escuela preguntando que mu­chacho había faltado o cuál se había “mamado”. Recibía la respuesta del maestro y más se de­moraba el recreo que el compañero estar para­do en uno de los amplios corredores de la vieja casona que nos albergaba.
Luego fue el colegio de los hermanos Cris­tianos. Ahí me tocó con el inolvidable amigo Hermano Luis, rector del Colegio, y del cual in­serto en ésta compilación un apunte sobre “la jíquera”. El hermano Heliodoro, pastuso, que a sus 70 años, dictaba el curso de 4°  de primaria y a quien algunos había tan descarados que ha­cían chocolate en los pupitres, forrados con an­terioridad en latas de cajas de galletas.
Pero tenía una manera simpática y dolorosa de castigar a quien lograba agarrar en la infantil fechoría. Introducía una larga y delgada varita de café en el vacío que hacía el tablero con· el marco del mismo. Hacía inclinar a la víctima dándole el tafanario al tablero y levantando con delectación la punta de la varita hasta su mayor altura, la descargaba sobre el sitio indi­cado y con su vibración recibía el desgraciado por lo menos cuarenta azotes de esos pequeñitos pero sangreros que la fortaleza de la vara pro­porcionaba. Que tiempos mi señor!
De ahí, luego del éxodo de los hermanos de mi tierra, al Colegio de Sonsón. Algo así como la Sorbona de Antioquia. Con rectores como Mo­sen Roberto Jaramillo Arango. Como Manuel José Sierra (de donde salió para fundar la UPB) de Nicolás Gaviria mi viejo y querido maestro. Con profesores como Octavio Harry, Horacio Gil, Lázaro Ospina, Jesús María Díaz y tantos que se escapan a ésta memoria que tiene la voz afónica del silencio. Una tarde estaba en mi “pupitre” que daba a una ventana vieja, pes­cando recuerdos con el cebo del paisaje cuando le dije a mí compañero: Que tarde tan bella. Que bueno mamarnos e irnos luego a bañamos a la quebrada. No me había dado cuenta de que tras de mí, estaba mi maestro.
Aquel que con su precoz calva hollada de experiencia vigilaba el comportamiento del salón, alcanzó a oír mi deseo y con su boca tan grande que podía can­tar a dúo me dijo: Pa la leche queda, que l’iace que se mame. Creo que este fue el punto final de mis recuerdos de escuela, aunque algunos se me hayan quedado deliberadamente en­cerrados en el tinterito aquel de ruanita para limpiar la pluma del “encabador”.


INTERMEDIO

Una mañana cuando la campana de la Igle­sia de mi pueblo, húmeda de aurora cantaba su canción de Ángeles, y con horizontes sin vislumbrar tras de mis párpados, me apreté el cin­turón del camino “rial” y más solo que una cruz a la vera del camino, me fui por esos an­durriales y planté mi tolda en la juventud asom­brosa del Quindío. Hice de todo: fui mesero, can­tinero, mandadero y soñador. Me bebí aquellos paisajes en los cuales encontraba el brillo y la claridad de los ojos de mi madre, nacida en una de aquellas aldehuelas tan pequeñas como el punto de ésta i. Ya mi recuerdo tomó la for­ma del abuelo materno. Un hombre alto, forni­do, de ojos verdes como la mediata montaña, de manos duras para el “rejo” de enlazar y una voz con entonación de arrullo o grito ensorde­cedor de huracán. La abuela, en cuyo rostro diez y seis hijos abrieron surcos de fatiga, reía con suavidad y miraba por las rendijas de sus ojos carmelitas, los recuerdos …
Pero Antioquia gritaba. Me llamaba desde su epidermis arrugada como el rostro de la abuela. Regresé. Y así, como quien no quiere la cosa, entré sin saber cuando ni cómo a una pequeña emisora que en mi natal Sonsón, mon­tó un hombre emprendedor. A fuerza de necesidad, fuí “gerente”, administrador, locutor, técnico, cobrador, barrendero Y celador de la “pujante” empresa. En esa pequeña “cafetera” que se dejaba escuchar en los primitivos radios de mi cara ciudad hice mis primeras armas, en las postrimerías del año 41. Dos años ensayé y me gustó el asunto. Cuarenta pesos de sueldo mensual reforzados de vez en vez con pequeñas improvisaciones teatrales realizadas en el lujo­so Teatro Municipal que vio conmigo su naci­miento en el mismo año de 1.923, no alcanza­ban para llenar mis faltriqueras Y resolví ve­nirme a Medellín.
Aun la quebrada Santa Elena bajaba des­nuda dé asfalto haciendo gorgoritos desde el cerro oriental, partiendo en dos la tranquila Villa de la Candelaria. En la esquina norocci­dental del parque de Berrío había un enorme edificio acribillado de ventanas. Era el Edificio Henry.
Por ese entonces, Luis Lalinde Botero, hom­bre de inteligencia sagaz, ex-oficial del Ejérci­to, con la chispa del humor a flor de labio, abrió un concurso para locutores con destino a pro­gramas especiales de su factura para la Voz de Antioquia regida por ese caballero del señorío D. Luis Ramos H. Estos dos señores me abrie­ron las puertas de la radio y por ellas entré abusivamente y sin tocar, a todos los hogares de Colombia, Ustedes me sabrán perdonar … y aquí comienza lo bailao.
La bohemia maravillosa de aquellos años: El Salón Regina, El Teatro Junín, el Salón de frescos … ese pequeño Montmartre antioqueño por donde se pavoneaba el ingenio del Caratejo Vélez, la gracia inigualada de Mario Jaramillo, el retruécano mordaz de Rubayata (hoy miran­do de soslayo por su periscopio desde el sep­tentrión) el tiple sonoro de Antonio Ríos (silga) las voces ya eternales de Obdulio y Julián, la quijotesca figura de Pelón Santa Marta, la me­lena alborotada de León Zafir, el paso parsimo­nioso y estudiado de Tartarín Moreira y el vi­gor incontenible de las ceibas centenarias y dos cuadras más hacia el sur el esplendor y boato del nunca bien lamentado Teatro Bolívar en el cual aplaudimos sin entender un carajo, desde el arte sublime de Louis Jouvet hasta la men­tira multicolor de Fu-Man-Chu o el histrionismo indiscutible de Gonzalo Gobelay y del viejo y pequeñín Lepe.
Por aquella época empezó a taladrarme las vísceras un pequeño gusanillo de nervios. Entre el escenario, la butaca, el micrófono y el matri­monio, y sobre todo las angustias de momentos dramáticos para la historia del país como el nueve de abril y el diez de mayo, vividos y su­fridos al pie mismo del expedito medio de co­municaciones en peligro de caer en manos apá­tridas, diagnosticaron irrevocablemente en un pobre diablo como yo una enfermedad de rico. Ulcera duodenal! La operación se imponía. El miedo primaba, a pesar de que ya me habían abierto “en canal” para una apendicetomía en la capital quindiana. La razón se impuso. Clíni­ca. Médicos. Enfermeras. Quirófano, nueva “apertura” abdominal. Recuperación. Mi salud que­brantada no me permitía degustar en el licor aquellos momentos gratos en los que al calor de la euforia realizábamos en cualquiera de los sitios que anteriormente mencioné. A los tres meses de operado tomé, lo que pudiera señalar en forma, como, mis primeros tragos. Y aquí fue Troya! No quiero pontificar porque cada quien hace de su capa un sayo. Pero me fui aficionando de tal manera que no solo perdí el control de mi mismo, sino también mi vergüenza, mis amigos, mi trabajo. La voluntad débil o mejor casi nula me empujaba más y más hacia la sima y hasta allá llegué. Fui borracho, irres­ponsable pero no abyecto. Fui bebedor de tiem­po completo. Hice sufrir. Sufría yo mismo, pe­ro no podía regresar. Los buenos amigos me aconsejaban. Los malos amigos me invitaban. Iba por el camino que se suicida en el abismo. Quizás el dulce cansancio de mi madre, la ex­periencia que compré con la plata de mis canas y por sobre todo ésto, la mano de Dios detuvie­ron de un golpe certero y feliz, la vertiginosa carrera hacia mi muerte moral y física.
Resultado de estas confesiones: Ver la ale­gría de quienes me rodean, sentir la presencia de Dios en todas las cosas; querer la tierra nuestra madre nutricia; venerar los hombres que la hacen fructificar, respetar sus consejos, tratar de captar en el espejo de la memoria las reminiscencias del tiempo abuelo y vivir en paz con Dios y con los hombres. Eso fui, eso soy y si ustedes me han aceptado hasta éste signo ortográfico que ahora coloco =,=

RODRIGO CORREA PALACIO

No hay comentarios.:

Publicar un comentario